La pareja del año
Para La Nación Sábado 2 de Enero de 2010
Mario Vargas Llosa
Mi amiga Kathrin Holzach, alemana de nacimiento, argentina de adopción y ciudadana del mundo, me envía desde Nairobi una historia que me ha conmovido hasta
los huesos. Ocurrió tal como la cuento, sigue ocurriendo todavía y parece uno de esos relatos navideños que se cuentan en las familias para que aleccionen
a los niños y los induzcan a ser buenos, obedientes y felices.
Hace pocos años, a fines de diciembre de 2004, el litoral de Kenya padeció un maremoto que devastó vidas y haciendas, destruyó aldeas y bosques y causó
grandes perjuicios económicos al país africano. Una de sus víctimas fue un muy joven hipopótamo de pocos meses de edad y trescientos kilos de peso llamado
Owen, al que las aguas desbordadas arrastraron a lo largo del río Sabaki hasta precipitarlo en el océano Indico, de donde las olas encrespadas y las corrientes
enloquecidas por el huracán lo devolvieron al continente, dejándolo varado, y sin duda aterrado y exhausto, en las afueras de Mombasa. Para su fortuna
allí lo encontraron unos voluntarios de la reserva natural de Lafarge Park, vecina de aquel puerto keniano, que se esforzaron por quitarle el susto y entonarlo.
Pero no pudieron devolverle a su madre, que previsiblemente pereció o se extravió en el cataclismo.
Los hipopótamos tienen una arraigada vocación familiar y las crías viven pegadas a sus progenitoras los primeros cuatro años de vida. Ni corto ni perezoso,
Owen, el huérfano, encontró pronto una madre adoptiva que sustituyera a la que perdió. La ecologista Paula Kahumbu, que dirige Lafarge Park, se quedó muy
sorprendida cuando advirtió que, entre todas las féminas de la reserva, Owen había elegido para cumplir esta función a una gran tortuga ya centenaria,
y que ésta había asumido sus funciones maternales con cariño y responsabilidad. Desde entonces, madre e hijo son inseparables. Nadan, comen y duermen juntos
y cada vez que alguien, animal o ser humano, se aproxima a la tortuga, el pacífico Owen se enfurece y lanza un bufido que arranca de los árboles a los
pájaros del contorno.
La enternecedora historia a mí no me sorprende mucho. Hace una punta de años estuve un semestre enseñando en la Universidad George Washington, de Saint
Louis, Ohio. Frente al departamento en que viví había un Parque Zoológico muy bello, donde me iba a caminar en las mañanas. Allí descubrí un hipopótamo
recién nacido -rosado, feote, simpático y sonsón- con el que hice excelentes migas. Adivinó tal vez mi vieja debilidad por los hipopótamos y juraría que
se alegraba al verme aparecer cada mañana cuando me acercaba a darle los buenos días. Jugaba con su madre chapoteando en el agua y ella le daba unos ruidosos
lengüetazos de amor maternal abriendo de par en par la enorme jeta.
Los hipopótamos son seres benignos, indefensos, hedonistas y soñadores. No les gusta hacer la guerra, sino el amor. Sus agarrones a la hora del sexo son
espectaculares. Viéndolos trabados, un desprevenido creería que se están matando, pero, en verdad, están gozando de lo lindo. Es emocionante verlos revolcarse
en el fango con alegría infantil o esperar horas de horas, con infinita paciencia, a que algún picaflor o mariposa se les meta a la boca y puedan así añadir
alguna novedad a su herbívora dieta, pues su estrecha garganta sólo les permite tragar pescaditos o pajarillos diminutos.
También me inspiran gran simpatía las tortugas, las pequeñas y las grandes, las terrícolas y las acuáticas. A estas últimas las vi una vez, en los años
setenta, salir a desovar a una playita del río Marañón, una noche de luna en la Amazonía, y el espectáculo era delicado y hermoso.
Una vez intenté regalarle una pequeña tortuga a mi hijo menor. Gonzalo era un niño tan urbano que, cuando tuvo al animalito entre sus manos, lo frotó varias
veces contra el suelo para que echara a rodar, como los automóviles con cuerda. La lenta criatura desaparecía a veces muchos días entre las buganvillas
y helechos del jardín. Y podía estarse horas sin sacar su cabecita legañosa del caparazón. Pero cuando lo hacía, atraída por un trozo de lechuga o de galleta,
masticaba con infinita calma y sus ojos despedían una luz de conformidad, sabiduría y contento con la vida que resultaba envidiable. La pobre tuvo un trágico
fin. Salimos de viaje y al volver, una semana después, la encontramos muerta, patas arriba. Nunca tratamos de averiguar cuál de los niños de la casa la
había puesto en esta postura sin sospechar que ella sola nunca podría enderezarse.
La historia de Owen y su madre adoptiva tiene su moraleja, por supuesto. ¿No es una vergüenza que dos animales pertenecientes a especies tan distintas como
tortugas e hipopótamos puedan convivir, relacionarse y quererse, y que los estúpidos bípedos humanos se entrematen como salvajes apenas descubren entre
ellos diferencias a menudo insignificantes? Si uno pasa revista a las guerras, genocidios, matanzas más sangrientas de los últimos años, comprueba que
las pasiones homicidas detrás de las peores tragedias colectivas se desencadenan entre comunidades muy próximas, cuyas rivalidades se fundan en distinciones
de doctrina religiosa, ideología política o costumbres étnicas que resultan esotéricas para quien no las vive desde adentro.
La idea de que el ser humano es superior al animal porque consta de razón y, según los creyentes, de alma, es un parti pris vanidoso e injusto si consideramos la conducta de unos y otros en relación con su prójimo. Por lo general, los animales sólo matan para procurarse el sustento y asegurar su supervivencia. Muy rara vez se atacan entre familias o individuos de la misma especie o por el puro placer de matar.
Los seres humanos matan la mayor parte de las veces -si juzgamos a la luz imparcial de la razón- por menudos apetitos, fanatismos, intolerancias, perversiones,
egoísmos, y quienes desatan las guerras y matanzas suelen padecer en estos desenfrenos tanto como sus víctimas.
Los prodigiosos avances científicos y técnicos que el conocimiento ha permitido han alcanzado logros notables en el campo de la salud, la educación, el
aprovechamiento de la naturaleza. Pero también han ido equipando a la humanidad con un arsenal tan desmedido de armas de destrucción masiva que sólo una
parte de él sobraría para acabar con toda forma de vida en el planeta.
El desarrollo y el progreso -notables, sin duda- nos han ido acercando cada vez a un abismo de violencia y descomposición del que ya somos bastante conscientes
y, sin embargo, ningún gobierno, de la índole que sea, parece seriamente decidido a actuar en consecuencia.
Por eso, si alguien me preguntara, en una de esas encuestas que suelen hacer los diarios y revistas, por el personaje más importante del año 2009, yo no
escogería a nadie de la triste especie a la que pertenezco, sino al hipopótamo Owen y a la tortuga que hace las veces de su madre, ejemplos, desde hace
cinco años, de sabiduría, solidaridad y amor que los beligerantes humanos deberían imitar.
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(Aporte de la Sra. Adela Belmonte)
miércoles, 20 de enero de 2010
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