Es casi invierno. Con la primera luz camino por la huerta y todavía quedan huellas del esplendor del verano. Las tomateras secas me recuerdan sus jugos dulces en mis ensaladas de paltas y cebollas coloradas, los ya marchitos espaldares de las habas, que se dieron tiernas en la primavera, para comer crudas con aceite de oliva, sal de mar y pimienta. Al fondo, el regadío de los rabanitos y las zanahorias.
Mis botas en barros caminan por los surcos y saben adónde van. En una esquina, al reparo de un maitén dejé un zapallo criollo. Su siembra fue a principios de octubre y todavía está atado a su viña seca, hace dos meses que vengo a verlo, a revisar que esté asentado sobre tierra escurrida. A pesar de que la planta no tiene hojas el siguió su desarrollo. Está maduro y pesado, quizá 15 kg de madura crianza veraniega. Antes de salir de la casa, prendí el fuego
de la chimenea grande encima de una parrilla alta, con madera dura, esa que quema casi sin llama.
Ocho meses de labor y sabor es una bella espera para un zapallo. Es tan importante que los zapallos maduren en la viña, hay que cuidarlos al final de los caracoles que aparecen con las lluvias.
Lo llevo a la cocina y lo lavo, disponiéndolo sobre un plato grande de barro, y así lo pongo debajo del fuego para que comience a cocinarse con las brasas que le van cayendo. Para evitar darlo vuelta voy tomando cuidado de rodearlo con las lumbres y cenizas para que se cocine por debajo. Luego de unas horas corro el fuego a un costado para que no se queme la parte superior, cuidando que las mismas cenizas blancas lo cubran, protegiéndolo del arrebato.
Cuelgo sobre un costado del fuego un caldero generoso de hierro fundido, y con un poco de aceite de oliva comienzo un fondo de cocción de cebollas al que le agrego, sobre el final, varias cabezas de ajo picadas y una cuchara pequeña de ají molido de Cachi.
Hice un enorme florero con las últimas ramas coloradas de lenga y algunas muy amarillas de coihue. Suena una degustación vertical de Bob Dylan desde los años 60 hasta su llegada a Traveling Wilburys con Tom Petty, George Harrison, Roy Orbison y Jeff Lynne.
Así, entre ramos y acordes, fui sintiendo los aromas dulzones del criollo, mientras que en el caldero desglasé las cebollas con una botella entera de torrontés salteño y un litro de caldo de pollo. A las 6, en un costado de la chimenea enterré entre cenizas y brasas un pan chato para rescoldo hecho con masa madre.
La mesa fue dispuesta frente al fuego. Al llegar mis invitados, a las 8, sonaba el doble concierto de Brahms interpretado por Pau Casals con Jacques Thibaud y Alfred Cortot en 1929.
Delante de ellos serruché la tapa del zapallo y con cuidado retiré todas las semillas y filamentos. De a poco fui poniendo toda la pulpa humeante y ahumada dentro del caldero. Nos rodeó el silencio de la alquimia y todos apreciaron la ceremonia casi religiosa del oficio que me había ocupado, entre romances, doce horas del día.
Allí estaba en mi caldero, mi hermoso zapallo sazonado con cariño para ellos.
La sopa fue servida en peroles de barro con hojas de salvia frita. Media rueda de queso Lincoln, apoyada sobre el borde de la parrilla al acecho de las brasas, iba siendo raspada con un cuchillo, disponiendo el queso dorado y derretido sobre los crostones del pan al rescoldo para acompañar la sopa.
A veces ocupamos nuestro día con trivialidades que parecen importantes en la arremetida, pero que sobre el final de la tarde, nos dejan en el llano, como si nada ni nadie hubiera abrazado nuestro hacer. Sin embargo, un día dedicado a la música, al sabor y al fuego de rescoldo, frente a un incipiente invierno, coronado por una comida de amigos, extiende nuestros sueños hacia horizontes más destacados.
Fuente: Francis Mallmann, para Revista La Nación,Buenos Aires, Argentina.
(Jorge L. Icardi, reportero internacional...)
martes, 21 de julio de 2015
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