Gerda Taro (cuyo nombre de nacimiento era Gerta Pohorylle) nació en Stuttgart, Alemania, el 1 de agosto de 1910 y falleció en El Escorial, España, el 26 de julio de 1937.
Fue una pionera periodista gráfica de guerra alemana y pareja sentimental del fotógrafo Endre Ernö Friedmann. Juntos fotografiaban bajo el pseudónimo de Robert Capa, siendo difícil saber qué fotos son de cada uno. Es considerada la primera fotoperiodista mujer que cubrió un frente de guerra y la primera en fallecer al llevarlo a cabo.
1. Biografía
Gerda Taro se llamaba en realidad Gerta Pohorylle, y era hija de judíos polacos. A pesar de sus orígenes burgueses, desde muy joven entró a formar parte de movimientos socialistas y obreros. Por eso con la llegada de los nazis al poder, y tras haber sufrido una detención, decidió huir con una amiga a París.
En París conoció por casualidad a Endre Erno Friedmann, un judío húngaro que intentaba ganarse la vida como fotógrafo. Gerda y André se hicieron novios y André le enseñó a Gerda sus conocimientos de fotografía.
Como no les iban bien las cosas y no recibían trabajo, se les ocurrió una curiosa idea. Inventarían un personaje llamado Robert Capa, que supuestamente era un reputado fotógrafo llegado de los Estados Unidos para trabajar en Europa. Como es tan famoso, vende sus fotos a través de sus representantes: Friedman y Pohorylle, al triple del precio que un fotógrafo francés. Este truco funciona perfectamente y al poco tiempo reciben montones de encargos y por fin ganan dinero.
2. Guerra Civil Española
En 1936 da comienzo la Guerra Civil Española, que marcaría decisivamente a ambos. Se trasladan a España para cubrir el conflicto. Fueron testigos de diferentes episodios de la guerra, y realizaban reportajes que luego eran publicados en revistas como Regards o Vu.
Al principio la marca «Capa» era utilizada indistintamente por ambos fotógrafos. Luego se produjo cierto distanciamiento entre ellos y Endre Friedmann se quedó con el nombre de «Robert Capa». Poco antes de morir ella comenzaría a emplear la firma de «Photo Taro».
Del trabajo de Gerda en solitario su reportaje más importante fue el de la primera fase de la batalla de Brunete. Gerda fue testigo del triunfo republicano en esta primera fase de la batalla. Este reportaje fue publicado en Regards el 22 de julio de 1937 y dio a Gerda un gran prestigio.
Sin embargo poco después las tropas franquistas iniciarían un contraataque, y Gerda decidió volver al frente de batalla en Brunete. Allí fue testigo de los bombardeos de la aviación del bando sublevado, y realizó muchas fotografías, poniendo en peligro su vida. Aquella batalla finalizó en derrota para el bando republicano.
3. Las últimas horas de Gerda Taro
Aníbal González, el conductor del tanque, no notó nada cuando las orugas de su máquina pasaron por encima de Gerda Taro. Ningún ruido, ningún movimiento. Lógico. Su tanque pesaba 9.500 kilos y llevaban replegándose toda la mañana por los campos entre Brunete y Villanueva de la Cañada, con la Legión Cóndor sobre sus cabezas arrojándoles todo el hierro que tenían y ametrallándoles en cada kilómetro de su retirada. Hacía un calor de los que te hacen renegar de cada paso. Estar dentro de un tanque con más de cuarenta grados a la sombra tiene que ser un infierno. Normalmente las tripulaciones solían ser mixtas: españoles conduciendo o cargando el cañón de 45 mm, brigadistas internacionales y el comandante y tirador, que podía ser soviético. En el Madrid de 1936, las tripulaciones eran soviéticas pero ahora, en julio de 1937, todo había cambiado, la llegada de nuevos tanques exigía más tripulaciones y ya no importaba tanto el origen de los mismos.
La carretera de Villanueva de la Cañada se hallaba anegada por la retirada de las tropas republicanas, los coches, los tanques, las ambulancias, los camiones, la artillería… Todo el mundo se quería poner a salvo ante el avance de las tropas de Franco, y Aníbal González no tenía tiempo que perder. Gerda y su compañero Ted Allen habían estado toda la mañana en primera fila, haciendo fotos y grabando con la cámara de cine Eyemo. Habían llegado hasta el cuartel del general polaco Walter, con quien le unía a Gerda una gran camaradería, por aquello de ser polacos los dos y haber coincidido también en la ofensiva de La Granja, meses antes, junto con Robert Capa. Pero la acometida de las tropas republicanas estaba dando un vuelco que olía a derrota.
El general Walter (Karol Waclaw Swierczewski) les había rogado que abandonasen el lugar, que el frente se estaba viniendo abajo, y que no había tiempo que perder si no querían caer en manos de las tropas de Franco Y así lo hicieron. Todavía les dio tiempo de grabar un ataque aéreo, en el que Gerda, con un enorme derroche de valor, había abandonado la trinchera en la que se protegían de las bombas y con la cámara de cine había tomado unas buenas imágenes de la aviación enemiga sembrando destrucción en el campo de batalla. Tenían que retirarse hacia el Norte. Allí estaba Villanueva, el primer paso hacia la retaguardia.
El camino se iba saturando y ralentizando cada vez más, con toda suerte de soldados y máquinas, y parecía que lo que había empezado como una batalla triunfal y que iba a estrangular a las tropas nacionales en su asedio a Madrid, se estaba desintegrando de forma inexplicable. Habría que empezar de nuevo. Las esperanzas de una victoria definitiva, con un nuevo ejército, se habían convertido en polvo, como el que levantaba aquel ejército en retirada ante el pasmo de alguno de sus jefes y oficiales.
No había tiempo que perder, Gerda y Ted vieron un coche, un Chevrolet Matford negro, que inmediatamente identificaron como el del general Walter: “Nuestro puesto de mando sobre ruedas”, como lo llamaba su ayudante, Alex Szurek. Era un símbolo de seguridad, de escape de aquel pudridero, de aquella derrota insoportable en que se había convertido la ofensiva de Brunete. Aníbal González con su carro de combate formaba parte de un pelotón de cuatro T-26 y sabían que al Oeste se encontraba la carretera que enlazaba con Villanueva. Ya habían caído muchos compañeros y era necesario huir. La aviación republicana había perdido el dominio del cielo y la retirada se había convertido en la “caza del pato” para la aviación enemiga.
Aquellos mastodontes de metal se habían transformado en objetivos fáciles para los Heinkel 111 y los Junkers 52 y había que ponerse a cubierto. Gerda se acercó al coche y les preguntó si podían acercarles a Villanueva de la Cañada. El conductor del vehículo era de nuevo el checo Josef Edenhoffer, y la queja y el estrés se mezclaban en su cara. El coche iba repleto de heridos, con los asientos y el suelo tintados de sangre. No había sitio, pero los conocía de otras ocasiones y les ofreció los estribos del coche donde podrían ir colgados hasta Villanueva, que estaba a apenas unos kilómetros. Gerda asintió. Dejó su cámara de fotos Leica y la cámara de cine Eyemo en el asiento del copiloto. Se agarraron bien y comenzaron su particular repliegue entre el lamento de los heridos y el polvo, que con el calor, lo inundaba todo.
Aníbal y el pequeño grupo de tanques que le seguía continuaban abriéndose paso por un bosquecillo. El ruido del motor del carro blindado, el calor, las balas que percutían contra su estructura con un característico estruendo metálico, las explosiones en los alrededores, los gritos que se lanzaban los tripulantes… A veces simples gestos porque no conseguían hacerse entender, en parte por el ruido infernal, en parte por los diferentes idiomas de cada uno de los ocupantes. La temperatura había convertido los monos de tanquistas en una segunda piel de sudor y miedo. Con la garganta reseca y los labios blanquecinos, ya que no quedaba una gota de agua, la mente de Aníbal marchaba a cien por hora. Sólo prestaba atención a una voz interior que le decía: “¡Vamos, vamos, hay que salir de esta mierda, venga, venga…!”.
La carretera se iba convirtiendo en una riada de gritos, juramentos, cláxones y cacofonía de motores, agravado por el vuelo rasante, el zumbido aterrador de la aviación franquista. Gerda y Ted comenzaron a oír un ruido de motores a su derecha. Aníbal seguía acelerando, intentando ver algo en medio de los árboles. La carretera debía de andar cerca. Gerda y Ted giraron sus cabezas esperando ver de dónde procedía aquel rumor creciente. Aníbal descubrió un claro entre las ramas e irrumpió en la carretera: un mar de personas y vehículos. A Gerda apenas le dio tiempo a darse cuenta de que un tanque T-26 junto a otros más se le venía encima saliendo de la espesura de forma impetuosa. Josef intentó esquivarlos dando un volantazo y girando a la izquierda. Pero ya era demasiado tarde. Gerda cayó del coche y las orugas pasaron por encima provocándole heridas mortales. Las cadenas la reventaron. Ted se rompió una pierna. Unas fuentes dicen que el coche volcó y otras que consiguió mantenerse en la carretera… con las cámaras en el asiento del copiloto.
Otros testigos aseguran que Gerda había caído por un bache o una explosión anterior, justo detrás de una pequeña valla, y que el tanque, maniobrando hacia atrás o descontrolado, se llevó por delante a la gran promesa de la fotografía europea. La retirada continuaba, pero había que evacuar a Gerda Taro de allí. Unas horas más tarde, cuando pudieron detener sus máquinas blindadas, otro tanquista, de nombre Fernando Plaza, le dijo a Aníbal: “¡Te has cargado a la francesa!”.
Ni se había dado cuenta. Pero sí conocía a la francesa. Todos la conocían como la compañera de Capa. Gerda Taro no saldría viva de la batalla de Brunete. La trasladaron al hospital de El Escorial. Otras fuentes hablan del hospital inglés de El Goloso. En cualquier caso, el daño era espantoso. Una transfusión y morfina para acompañarla hasta su hora es lo único que pudieron hacer por ella. Su obsesión eran sus cámaras, saber dónde estaban. A su compañero Ted, que se había roto el fémur, le escayolaron la pierna. El médico y la enfermera Irene Goldin intentaron que sus últimas horas lo fueran sin dolor. Murió muy temprano, por la mañana. Era el 26 de julio de 1937 y la batalla de Brunete acabaría, en nada, pero con miles de muertos.
Robert Capa, mientras tanto, se encontraba en París, intentando conseguir contratos y permisos para trasladarse junto a Gerda al frente chino-japonés. Podía ser otra gran aventura. Pero descubrió en la consulta de un dentista, en la tercera página de un periódico, que su amada había perdido la vida en la batalla de Brunete. Desde entonces nada iba a ser lo mismo. Se iba a acercar cada vez más a la muerte. Y si te acercas demasiado es más fácil que te acabes encontrando con ella. Moriría en el conflicto indochino al pisar una mina en 1954. La guerra y la parca, inseparables compañeras, le estaban esperando diecisiete años después.
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