Donostia. Así se llama la ciudad de San Sebastián en vasco. Ubicada en el Golfo de Vizcaya, es la capital de la provincia de Guipúzcoa, en el País Vasco.
Tal vez para muchos sea una de las ciudades más lindas del mundo, y razones no faltan.
Su nombre en vasco viene de la denominación en euskera: Done Sebastián, que con el tiempo quedó de la forma que lo conocemos hoy. Los pescadores que poblaban la costa también la llamaban Irutxulo o Los Tres Agujeros, porque desde el mar la ciudad mostraba o se veía con tres entradas formadas por los montes Urgull, Igueldo, Ulia y la Isla de Santa Clara.
Fue el sitio de recreo de gran parte de la aristocracia española y sus elegantes plazas, calles, avenidas y paseos lo demuestran. Elegante y clásica, es un fiel reflejo de los mejores tiempos de la Belle Époque y llegó a ser una de las ciudades más cosmopolitas de Europa.
Además, su casino era el punto de reunión de la crema y nata de la sociedad. De aventureros, buscavidas y grandes bellezas. Aquí, dicen, uno se podía cruzar con figuras del tamaño de Mata Hari y Sarah Bernhardt, Leon Trotski y un sinfín de Maharajas, banqueros y hombres de mundo.
Claro, aquí se había trasladado la corte de la reina María Cristina, viuda de Alfonso XII, durante los veranos, y eso había dotado a la ciudad de una inigualable vida social.
Por eso un grupo de visionarios tomó la decisión de dotar a la ciudad de grandes edificios y atracciones. Había que acompañar a la espectacular Bahía de la Concha y su isla de Santa Clara (con sus dos playas, Ondarreta y Playa de la Concha, sin lugar a dudas dos de las playas urbanas más increíbles del mundo) y por eso hicieron su aparición la Catedral del Buen Pastor, la Diputación Foral de Guipúzcoa, el teatro de Victoria Eugenia y el Hotel María Cristina, entre otros sitios para visitar.
Y es en este último lugar donde me encuentro escribiendo estas líneas. Sentado en el bar del hotel, inmejorable spot para observar la vida social de esta ciudad, con sus paredes pintadas en un cálido gris, lámparas de más de cien años cayendo del techo, gran barra dotada de una infinidad de bebidas espirituosas y mirando una foto colgada en la pared de una de las actrices más importantes de la época dorada de Hollywood: Bette Davis.
Aquí Alejandro, el impecable barman del Dry y orgulloso donostiarra, me cuenta una romántica historia, que ipso facto, estoy transcribiendo.
Ya en sus últimos días de vida y aquejada por una grave dolencia, se enteró que, en el marco del Festival Internacional de San Sebastián, le entregarían el importante reconocimiento Premio Donostia. Con 81 años, y vía Nueva York, París y Biarritz, llegó a San Sebastián y, durante cinco días, se recluyó en la suite del hotel para planificar la que sería su última aparición pública: la ceremonia del premio y la increíble rueda de prensa a la que ingresó con un cigarrillo en mano, como si estuviese viviendo algunos de sus roles más famosos de la pantalla grande.
En esa conferencia recorrió los aspectos más importantes de su gran carrera, demostrando lo que significaba ser una verdadera diva y confirmando el dicho que dice que "la procesión va por dentro.
Había pensado en extender su estadía más allá del festival, pero tuvo una recaída y dejó este mundo tan sólo 48 horas luego de finalizado el evento en la ciudad de París, convirtiéndose en leyenda.
Mientras Alejandro termina de contarme esta historia mis ojos se desvían hacia la gran ventana que tengo a mi lado y los colores más perfectos de la tarde se reflejan en mis pupilas.
Por Iván de Pineda. LA NACION.
El autor conduce el programa Resto del mundo, de El Trece
(Jorge L. Icardi, Reportero Internacional...)
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