Había llegado de El Líbano y le decían "La Turca". Estaba casada y tenía tres hijas, pero tenía un pretendiente que quería cobrar con sexo una deuda económica. Y todo terminó de la peor manera.
Por Ricardo Canaletti
El cabello tirante hacia atrás había perdido el color castaño de la última tintura. Se mostraba tan gastado como su dueña, de rostro triste, una mirada dura enmarcada en anteojos de grueso carey negro. Era más bien baja. Ya no se le adivinaban formas; las uñas sucias y las manos deformes por el trabajo pesado. De esta mujer de 58 años que durante mucho tiempo descuartizó reses en un frigorífico y que ahora dirigía un restaurante, el tano José Petriella estaba enamorado o algo parecido.
Ella se llamaba Emilia Basil. Había nacido en Beirut, El Líbano, y en Buenos Aires, donde llegó de jovencita, le decían “la Turca”,como no podía ser de otra manera. Él, Petriella, era un hombre que tocaba los 60 años. Llevaba más tiempo en la Argentina que en su Italia natal, de donde vino poco antes de la Segunda Guerra, pero sin embargo seguía hablando con acento italiano. Era un excelente plomero y las cosas le fueron bastante bien en el país.
A los pocos años, les pagó el pasaje a dos de sus seis hermanos para que también se vinieran. Compró una propiedad en la avenida Garay 2201, que años después vendió a Emilia y a su pareja, el peruano Felipe Coronel Rueda. El restaurante cambió de nombre. Los nuevos propietarios le pusieron “Yamile”. Petriella no se fue del todo porque se acomodó en una ruinosa piecita del fondo de la propiedad. Ganaba muy bien para 1973, unos 9000 pesos mensuales. Estaba lejos de los 2500 que alcanzaba apenas un empleado bien pago.
La madrugada del sábado 24 de marzo de 1973, hacía ya 13 días que el Frente Justicialista de Liberación Nacional, el FREJULI, había triunfado en las elecciones nacionales del domingo 11 y consagrado a Héctor J. Cámpora como presidente electo. A José Petriella, le importaba poco y nada la política a pesar de los indómitos y violentos tiempos que corrían. Lo único que tenía en la cabeza era lograr que Emilia se acostase con él otra vez. Iba a jugar sucio para lograrlo; Emilia le debía unos 8 millones de pesos y estaba apretada de plata, entonces le propondría a la mujer que aceptara sus reclamos de amor otoñal o le exigiría el pago de la deuda.
Como todos los días, aquel sábado 24 de marzo, ella se levantó poco antes de las 4 para abrirle la puerta de calle a las 4.10, que era el horario en que José se iba hacia su trabajo. Emilia parecía muy pequeña al lado de los 100 kilos del italiano. José le acarició un brazo y ella lo rechazó.
“Bueno, basta, ¿o querés que le cuente al peruano que me debés la plata?”. Él dejó su maletín en el piso y se acercó a ella, que no se resistió. Emilia temía que sus tres hijas y su marido escucharan. Lo llevó hasta el living. Ella estaba muy tranquila y José ya no podía contenerse.
Suavemente, la mujer le pasó un cordel de nylon por detrás del cuello sin que el italiano se diera cuenta. Mientras el hombre la tocaba descontrolado, ella, en un instante, le dio la vuelta y apretó con fuerza. Con rapidez dio otra vuelta alrededor del cuello y volvió a tirar con más fuerza aún mientras le clavaba los ojos a Petriella que tenía los suyos a punto de saltárseles de las órbitas. Emilia fue acompañando el cuerpo de José que caía, sin aire. Ella puso un pie en el pecho de su desafortunado amante y volvió a tirar.
El cordel estaba cortando el cuello mientras ella aguantaba los estertores del hombre.
Usó el mismo cordel para arrastrar el cuerpo hasta un pequeño cuarto dentro de la cocina del restaurante, pero el nylon se cortó y debió arrastrarlo con sus manos. Lo puso en un gran cajón de verduras, sentado, aplastándole la cabeza contra el estómago. Flexionó las piernas y le puso otro gran cajón de verduras encima como tapa. A todo, lo cubrió con bolsas de arpillera.
Cansada, se fumó un Particulares. Transcurrió todo el sábado sin contratiempos ni otras novedades.
A las 2 del domingo, Emilia se levantó. Eligió tres cuchillos, uno de 30 centímetros de largo y los otros de 20. Preparó un viejo vestido marrón para secar la sangre que caería al piso. Dispuso varias ollas de aluminio con las que solía preparar las sopas, los pucheros y los guisos. Puso en ellas agua, sal y dejó hervir. El “rigor mortis” no le permitió trabajar con comodidad.
Puso un poco en las asaderas, otro en las ollas, otro poco en el tanque con el que hacían baño María. Las ollas hirvieron durante dos horas. A la más pesada, con la cabeza, la escondió en su ropero. Por las noches, la sacaba y la llevaba a la cocina para darle un nuevo hervor. Quedaban algunas partes aún. Se fue a la vereda, de noche y las tiró en la alcantarilla.
Uno de los hermanos de Petriella lo fue a buscar, pero no lo encontró. Pasaron tres días y radicó la denuncia en la comisaría 18 de la Policía Federal. En el barrio, todos decían que hacía unos días que no lo veían. Que había salido a trabajar y no había regresado.
El lunes 26 de marzo, en el restorán se atendió como siempre. El horno, donde había restos de Petriella, se utilizó como de costumbre y se sirvió la comida como siempre. Había trozos de carne que ya no se podía distinguir si eran de vaca, cerdo, o...
Todo iba a parar a los platos de los clientes convenientemente sazonado.
Emilia seguía teniendo un problema porque había partes que no había podido tirar ni reducir ni asar.
El miércoles 28, una vecina observó casi enfrente de su casa, en la vereda, un cajón de frutas y verduras del que salía un hilo de sangre. Pensó que era partes de una res vacuna que el matarife había tirado. ¡Que´ raro! Mientras la vecina estaba allí parada, pensativa, se acercó una de las hijas de Emilia que se puso a comentar con la vecina semejante descuido. La chica fue a preguntarle a su mamá quién pudo dejar ese cajón y Emilia le dijo que mejor era llamar a la Policía para que se llevara “eso” de ahí.
No hizo falta porque otro vecino sacó un listón del cajón y vieron un torso humano. Como estaba, se lo llevaron a la comisaría 18. Los policías no podían creer lo que veían entrar a la seccional. Una patrulla fue a la cuadra. El único que faltaba desde hacía unos días era el tano Petriella (de quien habían recibido una denuncia por desaparición) y preguntaron por él. Nadie sabía nada. Volvieron a la noche, pero con una orden de allanamiento. Revisaron el restaurante, las habitaciones y el mugroso cuarto de Petriella. Encontraron una pelota envuelta en papel de diario. La abrieron. Era lo que quedaba de la cabeza de José.
Emilia desvinculó inmediatamente a sus hijas y a su marido. Ella dijo:
“Lo ahorqué, descuarticé y herví su cabeza tres días seguidos. Me cansé de mirarla mientras se hallaba en ebullición. Lo hice y lo volvería a hacer una y mil veces”.
Cuando se sentó frente al juez Juan Carlos Liporace, agregó:
“Señor juez... yo no tuve a nadie que me llevara los bultos en un auto. Esa fue mi desgracia; si no, le puedo asegurar que no me descubrían más”.
Emilia Basil, alias “la Turca Basil”, fue condenada por el juez de sentencia Jorge Sandro a la pena de 10 años de prisión. Sus familiares quedaron desvinculados, ni siquiera los rozó el encubrimiento a pesar de que convivieron con un cadáver en la casa durante tres días. La condena contra Emilia fue luego confirmada por la Sala III de la Cámara del Crimen en mayo de 1979. En noviembre de ese mismo año, salió con libertad condicional.
Vecinos contaron que la mujer pasó por el restaurante, que ya no existía y estuvo mirando la casona por algunos minutos. Un vecino la saludó y le preguntó cómo estaba. Ella sólo le respondió:
“¿Y a usted qué le importa?”.
A partir de ese momento, su rastro se perdió para siempre.
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