El juez
Cuando fui citado a comparecer, como decía la cédula de notificación en calidad de testigo, entré por vez primera en el Palacio de Justicia. Cuantas puertas, cuantos corredores. Pregunté dónde estaba el juzgado que me había enviado la citación, me dijeron... a los fondos, siempre a los fondos.
Los pasillos eran fríos y oscuros. Hombres con portafolios bajo el brazo corrían de un lugar para otro, y hablaban un lenguaje cifrado en el que a cada rato aparecían palabras como, “in situ”; “a quo”; “UT retro”. Todas las puertas eran iguales, y junto a cada puerta había chapas de bronce cuyas inscripciones gastadas por el tiempo ya no podían leerse.
Intenté detener a los hombres de los portafolios y pedirles que me orientaran, pero ellos me miraban coléricos, me contestaban “in situ”, “a quo”, “UT retro”. Fatigado de vagabundear por aquel laberinto, abrí una puerta y entré. Me atendió un joven con chaqueta de lustrina muy orgulloso; soy el testigo le dije, me contestó tendrá que esperar su turno.
Esperé prudentemente, cinco o seis días. Después me aburrí, y tanto como para distraerme comencé a ayudar al joven de chaqueta de lustrina. Al poco tiempo ya sabía distinguir los expedientes que en un principio me habían parecido idénticos unos a otros.
Los hombres de los portafolios me conocían, me saludaban cortésmente, algunos me dejaban sobrecitos con dinero, fui progresando. Al cabo de un año pasé a desempeñarme en la trastienda de aquella habitación. Allí me senté frente a un escritorio, y empecé a garabatear sentencias.
Un día el juez me llamó. Joven me dijo, estoy tan satisfecho con usted, que he decidido nombrarlo mi secretario. Balbuceé palabras de agradecimiento pero se me antojó que no me escuchaba. Era un hombre gordísimo, miope, y tan pálido que la cara sólo se le veía en la oscuridad. Tomó la costumbre de hacerme confidencias; qué será de mi bella esposa, suspiraba, vivirá aún? Y mis hijos? El mayor andará ya por los veinte años.
Algún tiempo después, este hombre melancólico murió creo, o simplemente desapareció, y yo lo reemplacé. Desde entonces soy el juez.
He adquirido prestigio y cultura, todo el mundo me llama “U SIA”. El joven de saco de lustrina cada vez que entra en mi despacho me hace una reverencia. Presumo que no es el mismo que me atendió el primer día, pero se le parece extraordinariamente.
He engordado... La vida sedentaria; veo poco, la luz artificial día y noche fatiga la vista, pero uno disfruta de otras ventajas. Que haga frío o calor se usa siempre la misma ropa, así se ahorra. Además los sobres que me hacen llegar los hombres de los portafolios son más abultados que antes. Un ordenanza me trae la comida, la misma que le traía a mi antecesor, carne, verduras y una manzana. Duermo sobre un sofá. El cuarto de baño es un poco estrecho. A veces añoro mi casa, mi familia. En ciertas oportunidades, por ejemplo en Navidad, no resulta agradable permanecer dentro del palacio pero, que he de hacerle, soy el juez.
Ayer mi secretario, un joven muy meritorio, me hizo firmar una sentencia; las sentencias las redacta él, donde condeno a un testigo falso. La condena “in apsentia”, incluye una multa e inhabilitación para servir de testigo de cargo o de descargo. El nombre me parece vagamente conocido... No será el mío?
No! No puede ser! Ahora yo soy el juez, y yo firmo las sentencias.
Marco Denevi
lunes, 4 de agosto de 2008
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