Es de noche, afuera llueve. Hace frío. En mi pequeña casilla del
sur, las gotas suenan en estruendos sobre el techo de chapa. Estoy
todavía en la cama muy tapado agarrado del pie de Heloísa, que está
por cumplir 3 años. La vela de la cocina hizo guardia toda la noche
y destella amabilidad. Son precisamente las 4 y comienzo a pensar en
prender mi cocina de leña. Aprendí a tener un pequeño duvet para mi
niña -siempre patea cualquier cosa que la tape-, que al ser muy
liviano forma una carpa individual sobre ella, apoyado entre Vani y
el cocinero. Sin peso alguno, la cuida del frío.
Para dormirse me agarra un dedo y con la otra mano toma el pelo de
su madre aprovechando los más hermosos rulos que hayan existido
jamás.
Miro la cocina desde la cama, anoche la cargué por última vez a las
10. Seguramente en mis pavas grandes, el agua todavía esta tibia.
Antes de acostarme, para no hacer ruido al amanecer, dejo unas
astillas de leña y unas tiras de cajas de cartón para prenderlo.
Armo el fuego cuidadosamente, dejando aire entre las astillas, y con
un solo fósforo enciendo el fuego que estará otra vez ardiendo hasta
la noche. En una hora tengo el horno bien caliente para mi pan negro
que se está levando sobre el tanque de agua en las alturas de la
casilla. Hice una masa muy líquida con cuchara de madera y sal de
mar. Lo cocinaré en un molde casi cuadrado.
Preparo los dulces del desayuno, dentro de peroles pequeños con tapa
de madera de olivo. Uno, de damascos, hecho en una chacra de Los
Antiguos sobre el lago Buenos Aires; el segundo es una jalea de
corintos que hace mi hermano Carlos de a ocho kilos; el tercero es
una jalea de membrillos de altura de Cachi. Combinados con la
manteca casera de Trevelin y mi pan negro tostado sobre el hierro,
darán comienzo al día.
Los valles de Trevelin y Corcovado tienen un
ganado ejemplar con sus pastos de aguas andinas y sus mallines tan
fértiles como húmedos, donde pacen las bestias en un andar vital.
De noche Heloísa cumple un ritual antes de lavarse los dientes,
parada sobre un banquito. Pone a dormir en unos estantes pequeños de
un esquinero del baño a sus amigos: Chulo, un oso de crochet tejido
por la madre de Javier, que es tapado con un pañuelo estampado con
hongos; el caballo de madera con ruedas, cubierto con uno verde de
Bambi, y los cuatro ositos iguales cobijados con uno cuadriculado
rosa. Les habla y les desea una feliz noche, pidiéndome que la
acompañe.
Es un honor para su papá, a lo largo del día, seguir sus sueños, que
van de jugar con los botones y las cintas rosas de mi enorme
costurero a unas horas del columpio que cuelga debajo de un añoso
coihue, subirse a la mochila de mi espalda y buscar desde las
alturas los hongos que hay en el bosque pidiéndome que se los
alcance, o leerle repetidamente los cuentos de Babar, nuestro amigo
preferido.
Esta niña es nuestra memoria del amor, no le teme al frío, al viento
o a la lluvia, seguramente porque fue concebida aquí en una tarde de
sol sobre unos pastizales, a la vera del arroyo El Gato. Así
quedaron impregnados en su memoria de concepción estos rasgos de
arroyadas heladas y sus vientos de otoño que anuncian los metros de
nieve del invierno, cuando la leñera de mi casilla está colmada de
leña de ñire.
Sí, son estas pequeñas cotidianeidades que forman la historia de
nuestra vida y nos marcan con el amor, más que los grandes triunfos
o derrotas. Ellas forman parte de la vanidad y se desvanecen como
sueños.
Fuente: Nota de Francis Mallmann, para Revista La Nación, Buenos Aires, Argentina.
Jorge L. Icardi (Reportero internacional...)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario