Hoy voy a contar las aventuras de uno de nuestros más grandes escritores: Lucio V. Mansilla, autor de “UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS RANQUELES”, su obra más emblemática cuya lectura recomiendo especialmente.
Lucio V. Mansilla nació en Buenos Aires en 1831 y se llamó igual que su padre, aunque luego firmaría con la inicial de su segundo nombre, Victorio, para diferenciarse de Lucio Norberto. Su madre, Agustina Ortiz de Rosas, era hermana del todopoderoso gobernador de Buenos Aires.
Criado en los círculos sociales y políticos más cercanos a Rosas, Lucio tuvo una escolaridad complicada, que mostraba un carácter indócil. Este temperamento lo llevó a peregrinar sin éxito por varios colegios, hasta que, a los diecisiete años, ya egresado de la distinguida academia Clarmont, decidió lanzarse a la aventura por el mundo: viajó a la India, vivió en Calcuta y luego en París; estuvo en Egipto y recorrió varios países de Europa haciendo una vida de dandi.
Ésta es la versión oficial de la partida de Mansilla. Sin embargo, existió un motivo diferente del mero afán de conocer el mundo: había sido sorprendido in fraganti con la hija del director del colegio, encimados ambos en un pupitre y no precisamente estudiando.
El joven intentó darse a la fuga, pero, enredado en sus propios pantalones, cayó ante los ojos furiosos del prestigioso pedagogo, cuya hija intentaba acomodarse la ropa.
La furtiva lección de anatomía derivó en un escándalo tal, que Mansilla padre decidió, si no ponerle un freno a la curiosidad de su hijo, al menos orientarla hacia otro lugar. Es decir, el inopinado viaje de Lucio V. fue un distinguidísimo destierro.
Lucio V. Mansilla regresó en las vísperas de la batalla de Caseros. Llamaba la atención la cantidad de sombreros que usaba; todos los días se aparecía con uno nuevo y más estrafalario.
Un día se develó el misterio. El dueño de la sombrerería de la calle Tacuarí llegó una mañana al negocio antes de lo previsto y al entrar en el taller, se encontró con un cuadro inesperado: el joven Lucio, que tanto contribuía a la prosperidad de su tienda, estaba revolcándose sobre un mar de sombreros con su empleada.
Pero esta vez, en lugar de intentar huir declaró que estaba enamorado de la muchacha y que no iba a renunciar. La niña tenía dieciséis años, se llamaba Josefa y vivía en una modestísima pensión en la calle San Martín.
Desde luego, el dueño de la sombrerería no mostró ningún desacuerdo, pero la familia de Lucio estaba dispuesta no ya a mandarlo otra vez de viaje, sino a desheredarlo: no iban a permitir que alguien de su abolengo se casara con una pobre empleada.
La pareja planeó una fuga a Montevideo. Lucio vendió algunas joyas que había robado a su hermana, y escribió una carta a su enamorada dándole las coordenadas para encontrarse en el puerto y embarcar rumbo a la Banda Oriental. Sin embargo, el mensajero los traicionó y la carta, en lugar de llegar a manos de Josefa, cayó en las de la familia Mansilla. En el momento en que estaban a punto de abordar, fueron detenidos por la policía. Otra vez el escándalo: Lucio fue a dar a la cárcel y ella quedó recluida en un convento.
Luego del castigo ejemplar tras las rejas, la familia, como era costumbre, decidió quitar al hijo rebelde de la mirada pública y lo mandó al campo. Tal vez la vida rural consiguiera ponerlo en la buena senda. Así, partió a El Rincón de López, una estancia a orillas del río Salado, propiedad de la familia.
Lejos de las tentaciones que ofrecía la ciudad, abocado por completo a las tareas del campo, Lucio parecía reencauzarse. Se levantaba con las primeras luces del alba, iniciaba las labores luego de un desayuno y se dedicaba al trabajo hasta la caída del sol. Sólo entonces, una vez terminada la faena, munido de papel y pluma, se entregaba a la escritura.
Pero… un día, el tío Prudencio entró en uno de los corralones buscando una herramienta y, con espanto, descubrió a su sobrino entreverado con una muchacha sobre un fardo de alfalfa. La mayor sorpresa fue cuando descubrió que la niña en cuestión era su propia hija, Catalina, es decir, la prima de su sobrino.
Las cosas habían ido mucho más lejos de lo tolerable: la hija del director de la escuela, vaya y pase; la muchacha que fabricaba sombreros, un capricho de juventud; pero su propia prima Catalina, cuyo apellido era el de su madre, Ortiz de Rosas, era demasiado. Por más que los jóvenes explicaron que estaban realmente enamorados, ese mismo día despacharon al joven libertino de regreso a Buenos Aires. Nuevamente le ordenaron hacer las valijas y otra vez lo mandaron a Europa.
Con veinte años, una fortuna a su disposición, una locuacidad seductora y la fogosidad de un... Mansilla, Lucio era visto en París como un extravagante galán porteño. Estuvo con varias mujeres de la nobleza: marquesas, duquesas y damas de la más rancia aristocracia europea. Sin embargo, el hastío no tardaría en llegar. Por otra parte, nunca había olvidado a Catalina; de modo que, decidido a enfrentar las consecuencias, volvió a Buenos Aires resuelto a casarse con su prima.
La familia determinó que tal vez el casamiento fuese el remedio a la incontinencia venérea de Lucio y autorizaron el matrimonio. Sin embargo, la consanguinidad era un obstáculo que solamente la Iglesia podía remover. Luego de una infinidad de gestiones, de trámites burocráticos y legales, presentaciones de escritos y alegatos, la Iglesia, por fin, les otorgó la dispensa para que pudieran casarse.
¿Pudo el matrimonio apaciguar los ímpetus del escritor?
El mismo Mansilla parece dar la respuesta en una frase de su autoría:
“Si podemos querer a varios amigos a la vez con sus buenas y malas cualidades, ¿por qué no hemos de poder amar a varias mujeres al mismo tiempo?”
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