Hace muchos años, cuando era psicólogo muy joven, trabajé en algunos
geriátricos. (...) Muchos de ustedes trabajarán o habrán trabajado en alguna
institución, y sabrán que lo que tiene que hacer todo el que trabaja en un
establecimiento al ingresar es ir a la cocina, porque la cocinera es la
que está al tanto de todo lo que pasa.Más que los médicos incluso.
Llegué, entonces, una mañana, me dirigí a la cocina y, como era habitual, le
pregunté a la cocinera:
-¿Y, Betty, alguna
novedad?
-Sí, doctor- me llamó
así aunque soy licenciado-. ¿Ya vio a la vieja atorranta?
-No - le dije
asombrado-. ¿Entró una abuela nueva?
-Sí, una viejita
picarona.
Me quedé tomando unos
mates con ella y no volví a tocar el tema hasta que entró la enfermera y me
dijo:
-Gaby, ¿ya viste a la
atorranta?
-No -le respondí.
-Tenés que verla. Se
llama Ana.
Lo primero que me llamó la atención fue que utilizara, para referirse a ella, el
mismo término que había usado la cocinera: atorranta. Pero lo cierto es que
habían conseguido despertar mi interés por conocerla. De modo que hice mi
recorrida habitual por el geriátrico y dejé para el final la visita a la
habitación en la que estaba Ana.
En esa hora
yo me había estado preguntando de dónde vendría el mote de vieja atorranta.
Supuse que, seguramente, debía ser una mujer que cuando joven habría trabajado
en un cabaret, o que tendría alguna historia picaresca. Pero no era así.
Cuando entré en su habitación me encontré con una abuela que estaba muy
deprimida y que casi no podía hablar a causa de la tristeza. Su imagen no podía
estar más lejos de la de una vieja atorranta. Me acerqué a ella, me presenté y
le pregunté: -Abuela, ¿qué le pasa? Pero ella no quiso hablar demasiado; apenas
si me respondió algunas preguntas por una cuestión de educación. Pero un
analista sabe que esto puede ser así, que a veces es necesario tiempo para
establecer el vínculo que el paciente necesita para poder hablar. Y me dispuse
a darle ese tiempo. De modo que la visitaba cada vez que iba y me quedaba en
silencio a su lado. A veces le canturreaba algún tango. Y, allá como a la
séptima u octava de mis visitas la abuela habló:
-Doctor, yo le voy a contar mi
historia.
Y me contó que ella se
había casado, como se acostumbraba en su época, siendo muy jovencita, a los 16
años con un hombre que le llevaba cinco. Yo la escuchaba con profunda atención.
-¿Sabe? -me miró como
avisándome que iba a hacerme una confesión-, yo me casé con el único hombre que
quise en mi vida, con el único hombre que deseé en mi vida, con el único hombre
que me tocó en mi vida y es el hombre al que amo y con el que quiero estar.
Me contó que
su esposo estaba vivo, que ella tenía ochenta y seis años y él noventa y uno y
que, como estaban muy grandes, a la familia le pareció que era un riesgo que
estuvieran solos y entonces decidieron internarlos en un geriátrico. Pero como
no encontraron cupo en un hogar mixto, la internaron a ella en el que yo
trabajaba, y a él en otro. Ella en provincia y él en Capital.
Es decir
que, después de setenta años de estar juntos los habían separado. Lo que no
habían podido hacer ni los celos, ni la infidelidad, ni la violencia, lo había
hecho la familia. Y ese viejito, con sus noventa y un años, todos los días se
hacía llevar por un pariente, un amigo o un remisse en el horario de visita,
para ver a su mujer.
Yo los veía agarraditos de la mano, en la sala de estar o en el jardín, mientras
él le acariciaba la cabeza y la miraba. Y cuando se tenían que separar, la
escena era desgarradora.
¿Y de dónde
venía el apodo de vieja atorranta? Venía del hecho de que, como el esposo iba
todos los días a verla, ella le había pedido autorización a las autoridades del
geriátrico para ver si, al menos una o dos veces por semana, los dejaban dormir
la siesta juntos. Y entonces, ellos dijeron: -Ah, bueno... mirá vos la vieja
atorranta.
Cuando la abuela me contó esto, estaba muy angustiada y un poco avergonzada.
Pero lo que más me conmovió fue cuando me dijo, agachando la cabeza:
-Doctor, ¿qué vamos a
hacer de malo a esta edad? Yo lo único que quiero es volver a poner la cabeza
en el hombro de mi viejito y que me acaricie el pelo y la espalda, como hizo
siempre. ¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer nada de malo.
Conteniendo la emoción, le apreté la mano y le pedí que me mirara. Y entonces
le dije:
-Ana, lo que usted
quiere es hacer el amor con su esposo. Y no me venga con eso de que ¿qué van a
hacer de malo? Porque es maravilloso que usted, setenta años después, siga
teniendo las mismas ganas de besar a ese hombre, de tocarlo, de acostarse con
él y que él también la desee a usted de esa manera. Y esas caricias, y su cara
sobre la piel de sus hombros, es el modo que encontraron de seguir haciéndolo a
esta edad. Pero déjeme decirle algo, Ana: ése es su derecho, hágalo valer.
Pida, insista, moleste hasta conseguirlo. Y la abuela molestó. Recuerdo que el
director del geriátrico me llamó a su oficina para preguntarme: -¿Qué le
dijiste a la vieja?
-Nada- le dije haciéndome
el desentendido- ¿Por qué?
La
cuestión fue que con la asistente social del hogar en el que estaba su esposo,
nos propusimos encontrar un geriátrico mixto para que estuvieran juntos.
Corríamos contra reloj y lo sabíamos. Tardamos cuatro meses en encontrar uno.
Sé que, dicho así, parece poco tiempo. Pero cuatro meses cuando alguien tiene
más de noventa años, podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. Además
ella estaba cada vez más deprimida y yo tenía mucho miedo de que no llegara.
Pero llegó.
Y el
día en el que se iba de nuestro geriátrico fui muy temprano para saludarla, y en
cuanto llegué, la cocinera me salió al cruce y me dijo: -No sabés. Desde las
seis de la mañana que la vieja está con la valija lista al lado de la puerta.
-Yo me reí.
Entonces fui a verla y le dije: -Anita, se me va. Y ella me miró emocionada y
me respondió: -Sí doctor... Me vuelvo a vivir con mi viejito. -Y se echó
en mis brazos llorando.
-Ana- le dije- Nunca me
voy a olvidar de usted. Y como habrán visto, no le
mentí.
Jamás me olvidé de ella,
porque aprendí a quererla y respetarla por su lucha, por la valentía con la que
defendió su deseo y porque gracias a esa vieja atorranta, pude comprobar que
todo lo que había estudiado y en lo que creía, era cierto: que es verdad que la
sexualidad nos acompaña hasta el último día y que se puede pelear por lo que se
quiere aunque se deje la vida en el intento. Y además, porque la abuela me dejó
la sensación de que, a pesar de todas las dificultades, cuando alguien quiere
sanamente y sus sentimientos son nobles, puede ser que enamorarse sea realmente
algo maravilloso y que el amor y el deseo puedan caminar juntos para siempre.
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